martes, 15 de junio de 2010

CONCHA



Sin normas explícitas, parece establecido que las grandes divas del arte escénico obtengan esa suerte de consideración masiva que supone el ser llamadas por su apellido, con una exacto 'la' antepuesto como sello de calidad. Así se decía, por ejemplo, 'la Xirgu', 'la Membrives' o 'la Duse'. Sin embargo, hay una gran actriz española que ha alcanzado otro apelativo popular menos altisonante, infinítamente más próximo y afectivo: su escueto nombre de pila. Más que 'la Velasco', ella es sencillamente 'Concha'. A menudo he oído frases cruzadas como estas: «Has ido ya a ver a Concha», «Lo último de Concha está muy bien» y así por el estilo.
Esa familiaridad teñida de acento admirativo no se consigue fácilmente. Ante todo hay que ser una actriz de cuerpo entero, capaz, como lo es Concha Velasco, de saltar de su memorable 'Chica ye-ye' a meterse en la piel de Teresa de Jesús, a quien imaginaremos ya siempre con su rostro transfigurado. Sobre las tablas, dando vida a la Eloísa enamorada de Abelardo con la misma veracidad que a la temperamental Filomena Marturano, o dejando clavado en la memoria colectiva su estribillo «Mamá, quiero ser artista», para convertirse después en protagonista danzante y pícara de 'Hello Dolly'. Apenas son unas muestras entresacadas de su larga y versátil carrera ante las cámaras o en los escenarios.
Pero no basta con eso para llegar a ser 'Concha' por antonomasia. Ella ha sumado una constante naturalidad fuera de la escena, una ausencia de poses estelares, que la han hecho cercana, accesible, más allá (o más acá) de la multitud de personajes diametralmente opuestos a los que ha encarnado. Así ha ganado sus galones de figura popular, no sólo admirada, sino querida por un público heterogéneo. Valiente siempre, en el teatro y fuera de él, actualmente lo es al máximo en el recinto acogedor del Olympia valenciano, sin miedo a aparecer envejecida y decadente para bordar el papel de una mujer en el tramo final de su agitada existencia. Con el buen contrapunto del joven actor Rubén de Eguía, cálido y convincente; justo es subrayarlo.
Sospecho que a los actores se les valora, sobre todo, después de muertos. Pienso, sin ir más lejos, en el recientemente desaparecido Antonio Ozores, de quien seguramente en vida no se habían dicho y escrito tantas consideraciones positivas acerca de su trabajo y personalidad. Por eso creo que puede permitirse a una modesta aficionada como yo dar rienda suelta a unas reflexiones que podrían extenderse a muchos de esos profesionales de los escenarios y las pantallas, de quienes no apreciamos suficientemente su difícil tarea de dar carne y aliento humano a los seres de ficción. «Los actores -decía Shakespeare por boca de Hamlet- son el compendio y la resumida crónica de los tiempos». Y, como afirmó el grandísimo Fernando Fernán Gómez en uno de sus importantes libros: «El actor siente que debe evadirse de sí mismo, que debe llegar no ya a incorporarse en el otro, sino ser el otro. En eso consiste su trabajo y ahí está la raíz de su vocación. Y necesita, al acabar su representación, que alguien entre a decirles que no ha sido mentira, que alguien se lo ha creído.

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